Relato de Roberto Cantos.
Traducido por Luismi McGregor.
Nadie recuerda cómo se llamaba el joven, ni en qué asentamiento creció, ni por qué se perdió un día, al poco de agravársele la voz.
Durante largos días de sed y piel abrasada por el sol, el joven recorrió la tierra de las rocas rojas. Su sombra era ya fina; su aliento, apenas un silbido cuando el gran mongolongo de espalda plateada lo encontró y, con bufidos de satisfacción, lo arrastró hasta su guarida inmunda, pero inusualmente coqueta.
En los primeros días, el gran mongolongo alimentó y cuidó al joven. Le dio agua en el cuenco de sus manos encallecidas y granos y raíces que ablandaba masticándolos en su propia boca. Pero, cuando el joven estuvo fuerte otra vez, el gran mongolongo empezó a atormentarlo. Cinco, diez, quince veces al día. Cientos de veces en cada luna. Miles cada año. Al principio, el joven lloraba, gemía y pataleaba. Maldecía su suerte y deseaba morir. Pero lentamente aprendió a relajarse. Un día pudo volver a sentarse. Poco después, a caminar bien. Por las noches, entre visita y visita del gran mongolongo, recordaba las palabras que su padre le enseñó una vez: «Aquello que no nos destruye, nos hace más fuertes». Y su determinación crecía.
Una noche, el gran mongolongo se retrasó. El joven, expectante y preparado, casi llegó a temer que su amo hubiera sufrido una desdicha. Tal era ya su grado de aceptación de su sino. Tan bueno era ya soportando las embestidas del destino. Finalmente, al rayar el alba, el gran mongolongo apareció. Con sus dos manazas, agarró al joven y lo condujo al exterior de la guarida. A patadas, lo expulsó camino adelante. ¡Lo estaba liberando!
El joven, confuso, estremecido, alegre y aterrorizado, huyó, corrió, aulló de miedo y de felicidad mientras se alejaba hacia el sol naciente. Si hubiera mirado atrás, habría visto cómo la primera luz de la mañana arrancaba un destello de la mejilla del gran mongolongo de espalda plateada.
Durante una luna, el joven sobrevivió merodeando por el triste villorrío de Pozotriste, cercano al cubil de la bestia. Comiendo lo que fuera, robando, mendigando, ofreciendo su talento a cambio de migajas. Un poco por hambre, pero también por cierta nostalgia. Hasta que un día sintió un terrorífico dolor punzante en el huevo derecho. Espantado, retorciéndose, acudió al barbero, hombre de fama y múltiples talentos. Stiff Blowjobs nada menos: barbero, sacamuelas, matasanos, adivinador, usurero, sicario los fines de semana y coach de mindfulness, entre otras cosas. Pero del origen de su vasta sabiduría hablaremos otro día.
Stiff, tras examinar el huevo del joven, aventuró una veredicto: «Tú, joven vagabundo, has contraído la peor de las maldiciones para los huevos. Una que sólo castiga a los que entregan su carne a los mongolongos con deleite. ¡Tú, joven licencioso, tienes LADILLODONES! ¡Y muy gordos! Has debido de ayuntarte con el Gran Mongolongo, que martiriza estas tierras desde hace años ya.»
Por qué el barbero Stiff hablaba tan viejuno y tan finolis, también lo explicaremos otro día.
«¿Lo qué?» – preguntó el joven, confundido.
«Que tienes LADILLODONES, puto guarro» – contestó el barbero Stiff. «Para curarlos -y si no lo haces su podredumbre te intoxicará hasta matarte-, debes performar una transubstanciación metonímica de la fuente del Mal».
«¿Lo cuálo?»
Y el barbero Stiff explicó en términos más mundanos el ritual de curación al joven.
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La mirada enrojecida del gran mongolongo de espalda plateada chocó con la del joven, que, temblando, no bajó la suya. Despacio, paso a paso, tensos como resortes de ballesta, se acercaron el uno al otro. El gran mongolongo, respirando entrecortadamente posó sus garras enormes sobre el joven. Intentó girarlo. «No», dijo el joven, firme.
Sosteniendo la mirada de hierro del gran mongolongo, el joven se agachó y comenzó su tarea. Mientras el gran mongolongo sufría espasmos y se contorsionaba, el joven sentía la presión aumentar en su cabeza. Pero no podía detenerse; ¡debía seguir si quería salvarse! Finalmente, ambos quedaron sucumbieron. El gran mongolongo, al éxtasis. El joven, a la fractura cervical. Y craneal.
Cuando despertó, el joven era distinto. Un collarín remachado ceñía su cuello. Ya no tenía cara. Las cinchas y una máscara mantenían juntos los fragmentos de su cráneo, astillado por la pasión del gran mongolongo, y ocultaban su piel, cubierta de cicatrices chamuscadas debidas a la fricción con el poderoso vello púbico del monstruo.
«Me entendiste mal, mónguer vicioso», dijo el barbero Stiff, sentado junto a su lecho, contrariado. «Tenías que comértela, no comérsela. ¿Entiendes? Arrancársela y jamártela frita, hervida o a la parrilla. ¿Entiendes? ¡Sucio!»
Pero el joven también había cambiado por dentro. No recordaba las ensoñaciones de su postración; sólo imágenes confusas de poder y lujuria desatados, de bandas enteras elevándose sobre el polvo hacia el firmamento, de sí mismo conduciéndolas y de hamburguesas enormes, ¡titánicas!
Ahora se sentía fuerte, decidido, consciente de todas las cosas. Sin miedo. Libre. Único.
Sin responder al barbero Stiff, pero sin dejar de mirarle, apoyó los pies en el suelo, salió de la cama y se irguió.
«¡Oh!», dijo el barbero Stiff.
El joven era ahora más alto, más hermoso. Su musculatura brillaba bajo la luz amarilla del candil como recién aceitada. Era también apuesto: su gesto era firme, pero sinuoso y elegante; salvaje. La bárbara semilla del gran mongolongo había encontrado un sustrato fértil en el carácter de acero del joven y había fructificado.
El joven abandonó la covacha oscura y salió al resplandeciente mundo.
Cómo se adueñó el joven de la Alegradías es motivo de especulación y leyenda entre muchas bandas del Páramo. Algunos cuentan que se la arrebató al temido mercenario Clit el Guapo tras combatir con él durante trece días y trece noches. Otros, que la hizo construir a un Chatarrero que atesoraba los conocimientos del Mundo de Antaño, y luego la estrenó sobre él para que nadie más tuviera acceso a ellos.
El caso es que, cuando, tras vivir innumerables aventuras como ladrón, bandolero y mercenario, y hacerse con el liderazgo de la temida banda de la Ostra Azul, y atemorizar a la zona de Puentechatarra, llegó a la guarida del Gran Mongolongo por tercera vez, el joven blandía la pipa más guapa, más negra y más macarra de todo el Páramo: la Alegradías. Se decía que la Alegradías había matado en un solo día a toda la banda de Mong el Cruel. Que atravesó la Puerta de Tannhauser, que era tochísima, y le dio a Tannhauser, que estaba amagao detrás y lo reventó. Que podía darle a una bestia del pozo desde… la hostia de lejos.
«Admítelo, tú no vienes aquí a cazar», fueron las enigmáticas palabras que Homoeroticus oyó en su mente. «Yo soy la fuente de la que tú mamas», seguía escuchando, mientras la criatura, relamiéndose, posaba una vez más su zarpa sobre el hombro del joven.
Éste aún dudó un momento. Recuerdos sudorosos y calientes, tentadores, confortables, se interpusieron durante un instante entre él y el futuro. Pero súbitamente su mirada se endureció de nuevo, como hielo. Levantó la Alegradías y descargó un disparo en la cara del gran mongolongo, perpetrando sin saberlo una de las metáforas fálico-freudianas más sonrojantes de la historia de los trasfondos para wargames.
Después, devoró el nervudo miembro de la criatura, que yacía inerte a sus pies y marchó con paso vigoroso a Pozotriste.
Cuando llegó a la mísera población, exclamó «¡Me he chuscao al Gran Mongolongo! ¡Reine el entusiasmo! ¡Esto se llama ahora Pozoguay!» y, exultante de energía libidinosa, comenzó a perseguir a todo el mundo, dando lo suyo a cualquiera a quien pudiera dar alcance, hombre, mujer, animal o vegetal sin distinción. Y ellos y ellas, a su vez, contagiados de la furiosa alegría del héroe, perseguían a otros y otras y pronto todo Pozoguay fue una fiesta del copón.
Mientras, dos hombres contemplaban desde la distancia. Una era un hombrecillo gris, insignificante. Joe, un hombruzo irrelevante como tantos otros en el Páramo. «Yo pensaba que ese joven era un bujarras y que iba a que el mongolongo lo pusiera mirando a Puentechatarra», comentó.
«Ese que ves ya no es un joven. Y no es un bujarras. Ese no distingue entre géneros a la hora de encular. Ha trascendido esas minucias. Ese es Lord Homoeroticus, llámado a muy altos destinos. Es pansexual.»
«Qué raro hablas a veces, Stiff».