En las ruinas del viejo Autocine Tetsuo una panda de taraos habían elevado casi a la categoría de religión cualquier cinta con ninjas, explosiones y guiones escritos en tres servilletas usadas en el poco espacio que dejaba la grasa y algo que esperemos que no fuera lefa. En otro tiempo, este lugar había sido el refugio de familias que venían a ver películas mientras comían palomitas con sabor a cartón, pero sobre todo de adolescentes que no tenían un mejor sitio donde magrearse y llegar a la tercera, cuarta o la puñetera base que fuera, que a ver quien entiende la metáfora de esos deportes más aburridos que esperar a que salga la siguiente Gaceta. La cuestión es que el lugar había sobrevivido milagrosamente al Mierdageddon principalmente porque en realidad a nadie le importaba una mierda ni cuando el mundo era normal.
El caso es que este sitio con pantallas roídas por los años, y coches oxidados con cadáveres de espectadores que murieron esperando que Cyborg 3 mejorara el final de la segunda, se convirtió en el santuario de los Flipaos de los Ninjas, una banda de chalados que habían encontrado en las películas de la Cannon y en los manuales de artes marciales de los 80 su modo de vida.
Todos los días esta gente vestida con ropa ridícula de colorinchis se dedicaba a entrenar. Bueno, igual entrenar es una palabra demasiado atrevida porque en realidad se dedicaban más bien a dar saltos y volteretas sin sentido, gritar muchas veces vocales por ahí sueltas e intentar darse de hostias con armas de formas extrañas.
El Gran Sensei Blanco, el líder de la banda cuyos monosílabos de pura sabiduría enardecían a su gente, supervisaba los entrenamientos desde su trono, un asiento de coche con fundas de tigre, mientras en la pantalla se proyectaba en esta ocasión American Ninja 2.
El ritual diario era sagrado:
- Ver una peli cutre de ninjas (especialmente de la Cannon).
- Gritar «¡Haiii!» cada vez que alguien hacía una voltereta chunga.
- Salir a intentar rapiñar algo por el Páramo.
- Volver generalmente sin ningún botín pero con menos dientes.
Sin embargo, aquel no era un día como otro cualquiera. Los Turboviejos, unos pandilleros que se habían mudado hace poco a la zona, habían echado el ojo al autocine y amenazado con atacar esa tarde. Que podían ser unos macarras geriátricos del copón, pero no unos perros traicioneros, y preferían quedar a una hora concreta para pelar porque ir para nada como que es tontería y si no mejor quedarse echando la siesta.
El Gran Sensei Blanco se levantó y alzó una mano. Todos pararon al momento y se quedaron mirando. Su túnica ondeó al viento de manera tan impresionante que incluso la pedazo de rotura que hacía que se le viera toda la hucha resultó una visión motivadora.
—Hai —dijo.
Los ninjas asintieron. Se avecinaba la guerra.
Los ninjas negros fueron los primeros en lanzarse a la refriega, siguiendo estrictamente el código de honor de atacar de uno en uno para que su rival pudiera matarlos en orden y sin verse abrumado.
—¡Haiii! —gritó uno mientras daba una salto sin sentido ninguno y era interceptado en el aire por el filo de uno de los Turboviejos.
Los ninjas rojos fueron más efectivos. Saltaban entre las ruinas, atacaban con movimientos dignos de un hámster puesto hasta arriba de speed y usaban técnicas avanzadas como el «Golpe del Reloj de Cucu» (una hostia en la nuca) y el «Corte del Filo de VHS» (básicamente un navajazo, pero con un nombre molón).
Un ninja morado, con la precisión de un cirujano con parkinson, apareció detrás de un viejo con muchos pelos en los lugares equivocados y una cornetilla al cinto, y le susurró:
—¿Has oído algo?
—¿Eh?
—Exacto.
Y le atravesó el cuerpo con una katana. Bueno, realmente le intentó sajar primero, pero el arma estaba menos afilada que el cerebro de un recluta del V Reich. Así que clavó con todas sus fuerzas. Y a ver, que con la suficiente fuerza puedes atravesar a alguien hasta con un ladrillo.
Olaf, el líder de los Turboviejos, avanzó hacia el Gran Sensei Blanco con la determinación de un villano de una peli de Arnie de los que sabes que va a morir al final sufriendo la humillación de una frase lapidaria.
—¡A ver si ahora no tienes más que decir! -gritó alzando su arma.
El Gran Sensei Blanco inspiró profundamente. Cerró los ojos. El viento sopló entre las ruinas. Sonó una música oriental de fondo imaginaria. Y entonces…
—Hai.
Olaf cargó con la sutileza de un bulldozer en llamas.
Pero el Sensei Blanco se desvaneció en una nube de humo, dejando tras de sí sólo un panfleto de «PRÓXIMAMENTE EN SU PANTALLA AMIGA».
Olaf se quedó mirando lo que sus cataratas le permitían, confundido.
—¿Dónde cojones ha ido?
A su espalda, un ninja morado le miraba con una sonrisa perturbadora.
—Has mirado en la dirección equivocada, hermano…
Hizo un montón de chorradas con las manos,como si le faltara una patatina para el kilo y le espetó a Olaf la palma de su mano en toda la nuez. Este cayó al suelo ahogándose mientras sus lacayos decidían que mejor buscar otro sitio que atacar.
Cuando la arena se despejó aún se podían ver a los últimos Turboviejos heridos arrastrándose para huir. Los Flipaos de los Ninjas se reunieron en torno a la pantalla del autocine, donde ahora estaba Fanco Nero repartiendo hostias en cámara lenta.
El Gran Sensei Blanco reapareció de la nada y se sentó en su trono. Se puso en pie, sonrió mientras asentía, miró a su banda y dijo su primera frase en cinco años:
—Poned una de Dudikoff —ordenó.
Un ninja negro que tenía un ojo que miraba a Puentechatarra y otro a Samnthia alzó la mano.
—¿No podemos poner Kickboxer 3?
—Tu puta madre —dijeron todos.
Y así, en la oscuridad del Autocine Tetsuo, mientras las estrellas brillaban y la pantalla proyectaba más pelis de la Cannon, los últimos guerreros del cine cutrongo celebraron otra victoria en su misión sagrada.
La leyenda de los Flipaos de los Ninjas seguía viva.