Relato: El último encargo

Con este, comenzamos una serie de distintos relatos ambientados en el mundo de Punkapocalyptic, que esperamos os ayuden a sentir como se vive en el Páramo.

El último encargo

No todos los días se tiene la oportunidad de hacer historia. Si bien es cierto que mi maestro a veces rayaba la locura, sin duda era el tipo más listo en todo el Páramo, o al menos en todo lo que yo conocía. Antiguamente había formado parte de una banda de Chatarreros, pero tras encontrar unos viejos libros, había decidido asentarse en una recóndita casa en las colinas para dedicarse de lleno a sus experimentos.

En los últimos meses, después de mucho esperar a que le localizaran los materiales necesarios, había empezado a conseguir energía del mismo sol, simplemente con unas chapas de aspecto metálico. Hasta ahora había logrado hacer funcionar pequeños aparatos recogidos de las ruinas de las ciudades. Objetos para funcPanelesiones simples, que no obstante a la mayor parte de los habitantes del Páramo les parecerían casi magia: una máquina parecida a un boomerang que soltaba aire caliente, varios tubos de luz o un destornillador que giraba solo. Pero eso eran sólo pequeñas pruebas para lo que tenía en mente. Estaba convencido de que los Antiguos aún seguían con vida y se comunicaban a través del aire, por lo que mi maestro llamaba “satélites”. El aparato que tenía delante le permitiría poder escuchar lo que decían, e incluso comunicarse con ellos. Había llegado el día de hacerlo funcionar.

Me había mandado a comprar algunas provisiones a un grupo de comerciantes que pasaban por la zona. Los puñeteros no me habían dejado regatear nada y me habían sacado 32 balas por todo.

Lo primero extraño que sentí fue el olor, parecido al que se puede notar en alguno de los aparatos que construyen los chatarreros, a productos químicos tratados. En ese momento vi el humo salir tras la colina donde estaba la casa de mi maestro. No era la primera vez que sus experimentos habían causado algún accidente, pero aun así, algo me decía que eso no era normal. Dejé las cosas en el suelo y corrí hacia allí.

Cuando por fin pude pasar la primera colina y vi la casa, los ojos casi se me salen de las órbitas. Había media docena de lo que parecían hombres, aunque dentro de una especie de armaduras de un color verde pulido. Dos de ellos estaban utilizando un arma que lanzaba fuego para quemar hasta los cimientos la casa. Otros dos parecían estar vigilando, lo que hizo que rápidamente mi cerebro consiguiera hacerme llegar la orden de que me tirara al suelo para que no me descubrieran.

Los dos últimos estaban con mi maestro, que se encontraba no sabría decir si atado, pues lo que le sujetaba las muñecas parecía pura energía que chisporroteaba con un color azulado. Uno de ellos le colocó un aparato en el pecho, aunque no podía ver bien cómo era desde esa distancia. El cuerpo de mi maestro empezó a temblar y tener convulsiones, hasta que dio un fuerte espasmo hacia delante y empezó a sacar espuma por la boca. Sus torturadores –no podía definirlos de otra manera– lo cogieron entonces cada uno por un brazo y lo arrastraron, con los otros hombres siguiéndolos. La explanada cercana empezó a vibrar, de manera parecida a la sensación de ver humedad que se produce en los días de mucho calor. Y allí, ante mis propios ojos, apareció un enorme vehículo. Los seis hombres, arrastrando a mi maestro, subieron por una rampa, que se cerró tras ellos. Poco después, el vehículo comenzó a ascender en el aire, impulsado por alguna energía desconocida, para acto seguido volver a vibrar y desaparecer.

Allí, en el lugar donde había vivido los últimos ocho años, sólo quedaban unas ruinas calcinadas y muchas preguntas. Preguntas que me prometí que jamás haría.

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